martes, 22 de marzo de 2016

"Un pequeño duende" - Fragmento sobre Dexter Bestram

Hola, Buscadores! 

Hoy comenzamos esta sección exclusiva para el blog donde os dejaremos pequeños fragmentos sobre personajes y/o sucesos sobre el mundo de "La búsqueda del Torem", que servirán para conocerlos un poco más y van dirigidos a aquellos lectores de "El Buscador" que les gustase y que están a la espera del siguiente libro.

NO SERÁN IMPRESCINDIBLES, ya que no todos los lectores van a llegar a este blog, simplemente son para añadir conocimiento de la historia a quién lo lea.

SI NO HAS LEIDO "EL BUSCADOR" TODAVÍA, NO SIGAS LEYENDO YA QUE PUEDE HABER ALGÚN SPOILER. ¡GRACIAS!  
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En este primer fragmento contamos un suceso ocurrido a Dexter Bestram, el Hombre de Arena, personaje que aparece en "El Buscador". Dexter es un personaje importante ya que es el Agraciado que persigue al protagonista, Dave, en "El Buscador", y es un personaje curioso debido a su comunicación con su jefe Horace Raaksis.

Esperamos que os entretenga este fragmento y os ayude a conocer un poco más a Dexter Bestram. Opinad si queréis en los comentarios y hasta el siguiente post, Buscadores!

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                         Un pequeño duende
 

La pequeña taberna solo podía definirse como acogedora. Se trataba de un minúsculo local de una reducida aldea y en ella solo destacaba una pequeña barra situada detrás de un conjunto de apenas cinco mesas. No era el mejor lugar donde Dexter Bestram se había detenido a reponer fuerzas, pero era suficiente para cumplir su propósito. Solo quería saciar su sed.
   Se acercó a la barra donde un hombre, desdentado y con una barriga que le sobresalía por debajo de la camisa, limpiaba sin mucho esmero unos vasos con un trapo no demasiado limpio, mientras una olla a su espalda humeaba.
   —Ponme un vaso de agua, tabernero —dijo Dexter—. Y sírveme un plato de lo que quiera que tengas en esa olla.
   El tabernero se limitó a lanzarle una mirada que recorrió a Dexter de extremo a extremo, desde su oreja deformada hasta la punta de sus botas, después escupió al suelo y guardó bajo la barra el vaso que estaba limpiando.
    —En mi local no tengo nada que servirte. Márchate ahora mismo, asesino.
   Dexter sostuvo la mirada del tabernero hasta que se dio cuenta de que aquello no llevaría a ninguna parte, así que dio media vuelta y se marchó de la taberna ante la atenta mirada del resto de personas que allí se encontraban.
    Ya había pasado cerca de un año desde que formaba parte del grupo conocido como los Agraciados y ya se había acostumbrado a que lo trataran con miedo o desprecio. Horace Raaksis fue muy claro cuando Dexter comenzó a realizar misiones y encargos para él, le había dicho que muchos le tratarían peor que a un perro, que para la mayoría sería un paria o un monstruo. También le había dicho que con el tiempo todo eso cada vez le importaría menos.
   Solo quería un poco de agua y una comida caliente, pensó Dexter. Llevaba cuatro días sin detenerse en un lugar a descansar ya que había considerado que, dado lo ocurrido en su última misión, había sido mejor no detenerse hasta estar lo suficientemente lejos.
    El principal trabajo de los Agraciados era encontrar y capturar Marcados, personas con algo que no se podía definir de mejor manera que “habilidades extraordinarias”. Y dar con esas personas extraordinarias solo podía hacerse mediante el seguimiento de rumores. Era Horace Raaksis el encargado de enterarse de ellos, así como de enviar a alguno de sus hombres a comprobar la veracidad de los mismos.
   Dexter era uno de esos hombres y Horace le había enviado a la ciudad de Gresconder, en el condado de Limórita, para comprobar la autenticidad de una serie de extraños rumores que circulaban desde hacía tiempo por la ciudad. Rumores que resultaron ser ciertos.

Gresconder no era una ciudad especialmente grande, ni bulliciosa, ni hermosa, en realidad no tenía nada de especial. De hecho, lo más destacado que había ocurrido en la ciudad en los últimos tiempos habían sido las muertes de una serie de niños, todos ellos asesinados en sus camas, les habían cortado el cuello mientras dormían. Eran los propios padres quienes al día siguiente encontraban el cuerpo sin vida de sus hijos.
    Nadie sabía cómo podía ocurrir aquello, quién era capaz de colarse en una casa sin ser visto y llevar a cabo una atrocidad así. Por ello la gente empezó a creer que no se trataba de alguien, sino de algo. Los rumores decían que se trataba de un duende o un diablillo, y los rumores se extendieron con rapidez cuando varios testigos habían dicho ver una figura diminuta rondando por los callejones de la ciudad. Cualquiera que escuchara rumores de esa clase no les daría más credibilidad que a los delirios de un borracho, pero el deber de los Agraciados era precisamente verificar esa clase de rumores.
     Dexter había llegado a la ciudad hacía una semana y desde hacía tres días aguardaba junto a una esquina, vigilando sin descanso una casa de piedra de dos plantas. La razón de que hiciera guardia ante aquella casa era sencilla, Horace creía que sería el lugar donde se cometería el próximo crimen.
     El que Horace hubiera averiguado aquello no sorprendía a Dexter, el trabajo de Horace era saberlo todo, y si no, averiguarlo. Al parecer las víctimas de los distintos asesinatos habían sido cuatro en total y Horace había dado con los nombres de las víctimas y de sus padres. Y había a averiguado algo curioso, los cuatro niños asesinados eran hijos de cuatro hombres que tenían una relación, todos ellos habían sido criados por un orfanato de la ciudad y pertenecían a la misma quinta. Dicha quinta estaba compuesta por siete niños en total, niños que ya eran adultos. Cuatro de ellos eran los padres de los niños asesinados, uno de ellos abandonó la ciudad de Gresconder en el mismo momento en el que pudo dejar el orfanato, otro de ellos murió de una afección pulmonar hacía seis años y el último era el propietario de la casa que vigilaba Dexter desde hacía días.
     Horace estaba seguro de que quien fuera que hiciera aquello tenía como próximo objetivo al niño que viviera en esa casa. La razón por la que lo hacía no la tenía clara, pero eso no le importaba a Dexter, lo único que a él le importaba era el tiempo que tuviera que pasar apostado en aquella esquina esperando a que algo ocurriera.
     Y algo ocurrió precisamente esa noche cuando la luna estaba en lo más alto del cielo. De hecho, fue gracias a la luna que lo percibió, si esta hubiera estado oculta por las nubes o no hubiera sido luna llena quizás no se hubiera percatado de que una figura se acercaba a la casa. A decir verdad, más que una figura se trataba de un bulto negro, Dexter no sabía si era porque estaba encorvada, pero la figura no debía de medir más de un metro de alto.
     En cuanto la extraña figura se acercó a la puerta de la casa y empezó a forzar la cerradura, Dexter salió de su escondite a la carrera para asegurarse de atraparla. Lo hizo con demasiada prisa, el brusco movimiento de Dexter en la oscuridad alertó a la figura, que se giró justo en ese momento y se encaró con él.
     Lo que Dexter vio en ese momento le hizo preguntarse si su imaginación y su mente engañada por los rumores le estaban jugando una mala pasada. Lo figura que Dexter tenía delante, vestida con una túnica negra que le tapaba al completo y solo dejaba ver su cabeza, era algo que no podía existir. Medía poco más de un metro de altura y su cara era de color verde, tenía ojos amarillos y una nariz alargada y puntiaguda. Lo que Dexter tenía delante era sin lugar a dudas un duende.
    Dexter vaciló un segundo, y ese segundo lo aprovechó el duende para salir a la carrera. Pese a tener unas patas muy cortas el duende no era lento y en menos de un suspiro se internó por un estrecho callejón que estaba a un lado de la calle. El callejón era demasiado estrecho como para que Dexter pudiera atravesarlo, así que no le quedó más remedio que rodearlo lo más rápido que pudo. No perdió de vista al duende por muy poco.
    Lo estuvo persiguiendo a la carrera durante un rato que se le hizo eterno, debiendo atravesar, sin poder recuperar el aliento, callejones por los que apenas se podía transitar y saltando vallas que el pequeño duende no tenía dificultad en atravesar por agujeros y recovecos.
    Si Dexter no hubiera tenido la suerte de tener una gran zancada dudaba de poder haberlo alcanzado, pero lo hizo, consiguiendo agarrar al escurridizo duende por la túnica y arrojarlo al suelo de un empujón. Entonces escuchó como resoplaba cansado y como suplicaba con una voz aflautada que lo dejara en paz.
     En ese momento Dexter se dio cuenta de que se había equivocado, lo que al principio le había parecido que era una cara de color verde con ojos amarillos, ahora veía que no se trataba más que de una máscara y, por el tamaño y la voz, aquel que la llevaba puesta se trataba sin lugar a dudas de un niño.

Dexter montó su caballo y recorrió la aldea con cuidado, esperaba encontrar algún otro lugar donde pudieran servirle algo de comer o de beber, pero no había ninguno, la taberna de la que lo habían echado hacía unos segundos era la única de la aldea y no veía que el resto de aldeanos que allí vivían tuvieran intención alguna de ayudarlo.
   No le quedaría más remedio que esperar hasta llegar al próximo destino para poder descansar, pensó Dexter. Allí no tenía nada que hacer, así que se dispuso a marcharse de la aldea cuando vio como algo se acercaba hacía él a gran velocidad. La piedra le dio de lleno en las posaderas al caballo, que relinchó y se encabritó, y aquel brusco movimiento casi tiró a Dexter al suelo.
     —¿¡Quién demonios ha sido!? —gritó.
    No tuvo que esperar mucho tiempo para averiguarlo, desde lo alto del caballo observó cómo un par de críos a unos metros cogían de nuevo piedras dispuestos a arrojarlas en su dirección. Y las habrían arrojado contra él si una mujer rolliza no hubiera agarrado a los niños por las orejas y se los hubiera llevado de allí a la carrera. El temor que Dexter percibió en los ojos de la mujer hizo que se le pasara el enfado.
    A su lado un par de jóvenes que conversaban con un anciano le miraron de reojo y escupieron al suelo cuando el pasó montado a caballo.
     —Asesino de niños… —les oyó murmurar—. Así te pudras en el infierno.
     —Que se te lleve el diablo —escupió el anciano.
    Así que asesino de niños, pensó Dexter. Los rumores viajaban más rápido que él mismo.
    Los murmullos de los aldeanos no se detuvieron hasta que Dexter cruzó las puertas de la aldea. Te despreciaran, te temerán y repudiaran, le decía Horace a cada momento. Pero cada vez le importaría menos, cada vez le importaría menos.

Le arrancó la máscara de un tirón. Y lo que se encontró bajo ella no era lo que se esperaba, no era la cara de un niño. Era una cara grotesca y deforme en la que destacaba una nariz chata y bulbosa, así como unos ojos hinchados y saltones. Era la cara de deforme de un enano.
      El enano se separó de él a rastras y se llevó las manos a la cara, antes de empezar a sollozar.
      —No. Por favor, déjame. No me hagas nada.
      —Tú eres el responsable de la muerte de esos niños.
      El enano guardó silencio.
      —¡Habla!
      —Sí, sí, fui yo. Por favor, déjame…
      Dexter suspiró. No podía creer que el patético ser que tenía frente a él tuviera suficiente sangre fría como para matar a niños mientras dormían. Pero en el tiempo que llevaba trabajando como Agraciado había visto cosas más extrañas.
       —Lo merecían, esos malditos lo merecían —dijo el enano en un tono de voz que sorprendió a Dexter—. Lo merecían…
       —Tus razones no me importan. Dime, ¿eres un Marcado?
       — ¿Un Marcado? Por El Creador. No, por supuesto que no, no tengo más habilidad que mi talento para la cerrajería. —Tras decir eso se santiguó—. Soy un enano, soy horrendo, pero El Creador me guarde de ser uno de esos seres endiablados.
       —Ya, por supuesto… —dijo Dexter—. No eres más que un jodido asesino de niños.
       —Les he hecho un favor a esas pobres almas —dijo el enano—. Sus padres eran el mal. Yo me crié con ellos, en el orfanato… Yo no me merecía todo lo que hicieron —dijo con voz ahogada—. No lo merecía, ellos eran malos… Yo solo quería vivir en paz… No tenían por qué golpearme, humillarme, sodomizarme... —se detuvo para soltar un lamento.
       —He dicho que tus razones no me importan.
       —¡Sé que habrían sido capaces de hacerle lo mismo a sus propios hijos! No podía dejar que esos pobres niños sufrieran… Están mejor así. Están en paz, y sus padres nunca lo estarán. ¿Lo entiendes, verdad?
       —No, no lo entiendo. Solo sé que eres un perturbado y que iras a la horca por lo que has hecho.
       — ¡No! ¡No! ¡No!... Yo no lo merezco…
       El enano perdió los papeles de repente. Se abalanzó sobre Dexter de un salto blandiendo un puñal que no se sabía de donde había sacado. Dexter estaba seguro de que nunca podría dañarlo con aquello, pero aun así lo esquivó.
       —Basta, no tienes nada que hacer.
       Pero el enano no atendía a palabras, se volvió a lanzar contra él y Dexter no tuvo más remedio que defenderse, desenvainó su fino estilete y, sin esfuerzo alguno, desarmó a su oponente, que quedó indefenso mientras Dexter apretaba el estilete contra su fino cuello.
        —Se acabó ena… —dijo Dexter, pero no terminó la frase.
        —Sí, se ha acabado…
        Dijo su oponente justo antes de, con un movimiento brusco, apretar su cuello contra la punta del estilete, que lo atravesó como si fuera mantequilla.
        El enano cayó muerto a los pies de Dexter, que tardó un momento en guardar el estilete y comprobar que de verdad aquel sujeto había muerto desangrado, con el cuello cortado.
       No era más que un pobre perturbado, pensó.
       Llevó el cuerpo en brazos hasta el cementerio de la ciudad y lo arrojó a una fosa común, junto con el resto de personas que habían muerto esa semana en la ciudad de Gresconder y para las que nadie se había ofrecido a pagar una tumba.
       No tardó mucho en propagarse el rumor de que Dexter Bestram, miembro de los Agraciados y conocido como el Hombre de Arena, había sido responsable del asesinato de un niño en la ciudad de Gresconder. La verdad siempre se retuerce, pensó Dexter cuando se enteró de la existencia de aquel rumor. Con el tiempo, las gentes incluso le acabarían atribuyendo la responsabilidad por la muerte del resto de niños que había matado el extraño enano. Era más probable que el responsable de dichas muertes hubiera sido un monstruo, un engendro, un Agraciado, que un duende.

Se alejó de la aldea por un pequeño camino de grava que se dirigía hacia el oeste. No tenía ningún nuevo objetivo por el momento, al menos hasta que Horace tuviera nuevas noticias, así que aprovecharía el tiempo para descansar en cualquier hospedaje que le acogiera.
       Se estaba preguntando cuánto tardaría en encontrar algún sitio donde dormir cuando se encontró de frente con un grupo de tres jóvenes, mozos de la aldea sin ninguna duda, que esperaban en mitad del camino sosteniendo unas espadas viejas y melladas.
       —Alto ahí, asesino de niños —dijo uno de ellos, el que parecía tener la voz cantante.
      Dexter emitió un leve suspiro, debió haberse esperado que algo así sucediera tarde o temprano.
       —Bájate del caballo, acércate y recibe el castigo que mereces —dijo otro de ellos.
      Solo son jóvenes estúpidos que han oído demasiadas historias sobre caballeros andantes, pensó Dexter. En cualquier otra situación habría salido al galope arrollándolos por el camino y dejando que se dieran de bruces contra el suelo. Pero esa vez estaba enfadado.
      Se bajó del caballo y se acercó a ellos con lentitud pero sin desenvainar la espada, sabía que con el estilete sería suficiente.
       —Vamos, no me hagáis perder el tiempo —fue todo lo que dijo el Hombre de Arena.
     El joven que había hablado primero se abalanzó contra él sin esperar a los otros. Joven e imprudente, pensó Dexter. Se retiró un paso y dejó que la espada mellada del joven cortara el aire y justo en el momento en que la punta de la espada estaba más alejada de él, Dexter dio un paso adelante y rajó con el estilete el brazo del joven, que soltó la espada sin poder evitar emitir un grito.
      Dexter ya no tuvo que hacer nada más, los otros dos jóvenes se quedaron quietos, asustados y con las piernas flaqueándoles. Dexter les lanzó una mirada que hizo que retrocedieran un par de pasos y se montó en su caballo para marcharse de ese lugar.
     —Eres un maldito asesino de niños —le dijo el que se había enfrentado a él, que mantenía apretado con fuerza la herida sangrante de su brazo. No lo podría usar en mucho tiempo.
      —Entonces tienes suerte de que no te mate.
     Mientras se alejaba por el camino se cruzó de frente con un hombre y un muchacho que iban montados en una carreta, seguramente padre e hijo. En cuanto los tuvo a su lado, el padre atrajo para sí al muchacho, evitó mirar a Dexter a los ojos y aceleró a los caballos para alejarse de él lo más rápido posible.
       Miedo y desprecio, siempre era igual, pero Horace tenía razón, pensó Dexter. Cada vez le importaba menos.
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